Por Emiliano Fessia*
Dime cómo te comunicas y te diré quién eres
Si hay una especificidad profesional en el trabajo de comunicar, se centra en que es tan importante el contenido del mensaje como su forma y, sobre todo, a quién se dirige el mismo. Sin duda, esto es así porque cómo se comunica hace también al contenido, y las otredades son, siempre, se reconozca o no, el horizonte de lo comunicable. Pero si se lleva este procedimiento al paroxismo creyendo que el “medio es el mensaje” (y no sólo una parte de él) podemos llegar a creer cínicamente que se puede prescindir de los contenidos: siempre que guardemos las formas, amparados en una distorsión absolutista del derecho de opinión, podemos decir cualquier cosa sobre cualquier tema, no importa si lo que decimos se sustenta argumentativamente o si lo que hacemos diciendo daña al otro. El otro no importa porque tiene la “libertad” de elegir qué consume entre gustos y disgustos.
Obviamente esto no es así, las noticias que elegimos en la bajada de esta nota lo demuestran por sí mismas. Los contenidos importan porque la información es la base del poder, porque actuamos y nos posicionamos frente a las vicisitudes de la vida en relación a la información que poseemos y, sobre todo, a la que no poseemos. No hay ejercicio de poder sin comunicación.
Cada vez más nos hacen ver y oír mensajes que refuerzan, reproducen nuestras visiones de mundo, cercenando explícitamente la capacidad de reflexionar, de sorprendernos, de problematizar lo que “ya sabemos”.
La eficacia de la construcción social de sentidos por parte de los grandes aparatos de poder comunicacionales (mucho más los privados que los públicos), cada vez más se asienta en la información que cada unx de nostroxs le damos a los sistemas cuando los usamos. Estamos cada vez más encerradxs en un caleidoscopio hecho de palabras, sonidos e imágenes, que tenemos la ficción de manejar porque le damos vuelta y nos emociona con las fantasías que se forman. Figuras que generan la ficción de infinitud pero que siempre “fractalizan”, con un patrón establecido matemáticamente, los mismos pedacitos de realidad que otro y ¡nosotros mismos! depositamos en el aparato: la alienación en su máxima expresión.
La ilusión de creer que fabricamos la opinión “propia” sin influencias, en soledad, nos puede satisfacer narcisistamente, pero es una doble fetichichización porque se nos aparece como si fuéramos sus únicos productores. Cada vez más nos hacen ver y oír mensajes que refuerzan, reproducen nuestras visiones de mundo, cercenando explícitamente la capacidad de reflexionar, de sorprendernos, de problematizar lo que “ya sabemos”. Por eso estamos cada vez más reaccionarios, confundidos y enojados, con cualquier alteridad que nos altere. En nombre de “es mi opinión”, nos atacamos y defendemos contraatacando. El odio es eficaz porque en estas formas egocéntricas la eliminación del otro es el horizonte de sentido de la comunicación.
El derecho a opinar no es un absoluto
Todas las formas comunicativas están reguladas en tiempos, espacios y modos, sin ello no habría sociedad. El derecho a poder expresarse es, sin dudas, uno de los centros de la democracia. Pero la igualdad de poder opinar libremente (isonomía) no implica que todas las opiniones sean igualmente válidas. Y ello por dos cuestiones interrelacionadas. Por un lado, por los contenidos en sí mismos, en este sentido la responsabilidad por lo expresado no es otra cosa que poder dar respuesta ante la pregunta de otro de por qué se dice lo que se dice. Por otro, porque el diferencial de poder entre quien las puede emitir y quien las puede recibir hace al debate de que la isonomía formal no se traduce, per se, en una isegoría. La ilusión de que “ahora todos podemos” choca de frente con los actos de censura cada vez más seguidos de los que manejan las plataformas comunicacionales.
La ilusión de que “ahora todos podemos” choca de frente con los actos de censura cada vez más seguidos de los que manejan las plataformas comunicacionales.
Por eso es de vital importancia que, si pretendemos que la democracia no sea meramente formal sino, sobre todo sustancial, se regule la actual impunidad con la que empresas de comunicación o algunx de sus empleadxs, en nombre de la libertad de expresión, puedan decidir arbitraria y selectivamente qué contenidos (y qué sujetos) son los que generan odio y cuáles no.
Para ello, quizás, por un lado, es necesario que, como ciudadanos, empecemos a problematizarnos qué y cómo estamos consumiendo “lo que alimenta el espíritu” y nos hagamos responsables de lo que decimos. Pero, por otro, que comencemos a debatir si es posible que las regulaciones emanadas al ejercicio de poder de los funcionarios públicos se puedan aplicar, también, a las empresas que forman la opinión pública a través de la opinión publicada. Dicho de otro modo, es necesario regular el mercado de fabricación de relatos sobre la realidad.
*Emiliano Fessia es docente de Derechos Humanos y Comunicación de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba. Además, es exdirector del Espacio para la Memoria en el ex CCD La Perla.