En los últimos años se han intentado reformas policiales, judiciales y legislativas, mayormente realizadas como “parches” o respuestas coyunturales frente a un paradigma de actuación que a todas luces ya es insuficiente y obsoleto. La crisis del sistema de justicia penal y de seguridad es una realidad indiscutible que afecta a toda la población y exige no sólo una respuesta integral, sino también seriedad y responsabilidad de parte de todas las autoridades públicas, y el conjunto de las fuerzas políticas de nuestro país.
La reforma del código penal es una de las tareas pendientes para atender a la nueva conflictividad. El actual código penal data de 1921. Su aprobación vino a cumplir con la disposición constitucional que exige un compendio de leyes penales que no sea mero aglutinamiento, sino un cuerpo sistemático, unificado y coherente. A casi cien años de su sanción, nos encontramos con un código que ha sido objeto de cerca de 1.000 reformas y enmiendas, al que complementan 337 leyes y decretos diversos con disposiciones de carácter penal. Como resultado ello, tenemos una legislación penal llena de contradicciones y errores técnicos que conspiran contra una política criminal democrática. Y con vacíos significativos que, para dar sólo un ejemplo, sellaron la impunidad ante uno de los hechos de corrupción más gravosos de nuestro país, como fue el contrabando de armas a Croacia y Ecuador.
Una reforma integral del código penal implica determinar nuevos consensos sobre cuestiones medulares para una sociedad: cuáles son las conductas que deben ser sancionadas y con qué rigor; cómo se cumplen las penas; cuáles son las penas de cumplimiento efectivo, entre otras. De allí que todo proyecto de reforma debe atender el objetivo de devolver sistematicidad, coherencia y lógica interna al código penal.
La discusión entonces es necesaria, aunque no es la única. La falta de credibilidad del sistema penal no pasa ni por el tipo de pena ni por la escala penal, sino por su franca ineficacia, por la cual no llegan a sentencia más del 5% de los casos que ingresan al mismo. Por eso no es posible soslayar que una política criminal coherente y eficaz es impensable si no se reforman todos los sistemas procesales inquisitivos; si los jueces siguen siendo los que investigan y juzgan; si no se devuelve al pueblo -hecho jurado- la decisión; si los fiscales no integran organismos poderosos que rinden cuentas a la sociedad; si no hay una defensa pública fuerte e independiente; si no hay una política penitenciaria realmente integradora; y si no se generan verdaderos mecanismos de control de medidas sustitutivas y alternativas.
En definitiva son tantos los cambios que se deben emprender, que lo único que no puede pasar es que no se habilite la discusión, y menos donde ello debe tener lugar que es el Congreso de la Nación. Es posible que el anteproyecto que elaboró la comisión redactora convocada por el Poder Ejecutivo de la Nación requiera revisiones y eventuales modificaciones, justamente en eso consiste el trámite y el trabajo parlamentario. En todo caso, será responsabilidad primaria de los representantes de todos y todas en la Cámara de Diputados y en el Senado de la Nación participar de ese debate con honestidad intelectual, dejando a un lado el oportunismo y evitando recurrir al miedo social (sin dudas real y atendible) para empujar “soluciones penales” probadamente ineficaces para prevenir y controlar la violencia y el delito, pero no inocuas en términos de respeto al Estado de derecho y las garantías constitucionales.
Sería muy sano a nuestra democracia que se pudiera avanzar en el debate y que este sea sólo el comienzo de un proceso de transformaciones que sin lugar a dudas tomará un tiempo, pero que no debe seguir postergado.