Por Aldana Romano y Sidonie Porterie
Directoras del Programa de Gestión y Organización Judicial de INECIP
Hace unas semanas, desde el INECIP lanzamos la segunda edición del ranking de oralidad de Argentina, un breve informe que muestra cuánto tiempo pasan los jueces y juezas penales de nuestro país en audiencia. Desde su publicación, han surgido críticas sobre sus resultados, conclusiones y utilidad en distintos espacios. Nos alegra haber propiciado el debate, pues este era, sin duda, uno de los principales objetivos de la investigación. Ahora bien, precisamente por ello y para dar profundidad al debate, creemos que es necesario concentrarnos en una pregunta cuya respuesta, evidentemente, no es tan obvia para todos los sectores: ¿para qué sirve medir las horas que jueces y juezas pasan en audiencia?
Conocer el nivel de oralidad de nuestro sistema de justicia penal es un paso necesario para evaluar la calidad de su funcionamiento. Su importancia radica en nuestra historia institucional: Argentina, al igual que la mayoría de los países latinoamericanos, es heredera de una cultura inquisitiva con una fuerte impronta escritural y secretista. Si de verdad bregamos por una justicia de calidad, la oralidad no puede ser una ficción. La oralidad es la forma de mayor calidad que conocemos hasta el momento de administrar justicia. Nos permite que los conflictos se traduzcan en palabras, nos garantiza la inmediatez de la contradicción del debate con la participación de un fiscal que acusa, un defensor que defiende y un juez que conduce y resguarda las garantías que en tanto ciudadanos y ciudadanas todos tenemos. Y lo más importante de todo, nos asegura que las decisiones ya no sean tomadas en un despacho judicial de espaldas a la sociedad, sino en audiencias públicas. Hasta aquí pareciera que la gran mayoría estamos de acuerdo. Ahora, los desacuerdos aparecen, aunque cueste creerlo, cuando planteamos que es necesario medir el nivel de oralidad de nuestros sistemas de justicia.
Parece que muchos y muchas, que se esconden detrás de declamaciones e imposturas, se resisten a aceptar que en tanto política pública, la administración de justicia debe poder ser evaluada en función de los objetivos que persigue. Lamentablemente, si algo comparten la mayoría de los poderes judiciales de nuestro país, es la ausencia de una política de rendición de cuentas. La falta de una evaluación crítica, indispensable en cualquier organización que pretenda mejorar su funcionamiento, se refleja en la escasísima producción de estadísticas públicas. En ese marco, medir las horas que pasan los jueces en audiencia es un primer paso para iniciar una discusión más profunda sobre la calidad del servicio de la justicia penal.
Los tribunales son organizaciones que intervienen para alcanzar la pacificación y, que a veces, concretan la justicia en el conflicto. Para que ello sea posible, es necesario que se desarrollen audiencias orales en las que las partes presentan la controversia, y los jueces y juezas brindan una decisión. Si bien es cierto que la hora de juez en audiencia no revela cómo los jueces y juezas están efectivamente conduciendo los juicios y resolviendo los casos, ni tampoco es indicativo de cómo las partes están litigando, la única forma de mejorar el litigio y la capacidad de conducción y de decisión es básicamente ejerciéndola. Es por ello que sin oralidad no hay posibilidad alguna de valorar otros indicadores de calidad del sistema. Y es justamente en este punto donde los resultados de la investigación encienden las alarmas: los jueces y juezas penales pasan pocas horas mensuales en audiencia. Hablamos de un promedio de 20 horas en audiencia por mes, es decir, 1 hora por día. No cabe ninguna duda que tenemos un problema. Más allá de las responsabilidades que le quepan a cada uno (colegio de jueces, oficinas judiciales y partes), la baja tasa de oralidad significa, en muchos casos, que tenemos jueces y juezas ociosos y, en otros, que estamos distribuyendo de pésima manera la carga de trabajo de los jueces. Difícilmente alguien pueda argumentar que tenemos jueces y juezas ociosos porque no hay conflictos sobre los cuáles decidir. Los problemas de mora judicial son parte de la agenda pública desde hace largos años. Ello se completa en algunas provincias con jueces y juezas sobrecargados de tareas administrativas y de gestión, que destinan su tiempo a atender lo que no deben y para lo que no han sido formados ni designados.
Pero el escenario es todavía más desalentador. El descuido por la oralidad se evidencia en la virtualidad desmedida que día a día va tomando mayor preponderancia en los distintos tribunales del país. Hace pocas semanas atrás, en un caso con un altísimo impacto social como es la denominada “causa Cuadernos”, los tribunales federales de Comodoro Py volvieron a regalarnos una de las peores muestras de juicio oral. Lo que debía ser un juicio imparcial, oral y público que permitiera a la sociedad participar, observar las pruebas y confiar luego en la decisión judicial, se convirtió en una grotesca reunión de zoom. Resulta inverosímil tener que recordar algo que parece obvio: la sala de audiencia no puede ser equiparada a una sala de zoom. Las salas de audiencia cumplen un rol central a la hora de administrar justicia. Su diseño, su arquitectura, su mobiliario son aspectos críticos en la medida en que pueden favorecer u obstaculizar la oralidad y el litigio. La jerarquización del lugar de jueces, juezas y jurados es un aspecto indispensable para garantizar la solemnidad que necesita el espacio en el que se resuelven los conflictos más graves que gestiona la justicia penal. Con la excusa de la tecnología se advierte un uso desmedido de la virtualidad que llega incluso hasta las audiencias de juicio, afectando muy severamente la calidad del litigio y los derechos y garantías de víctimas e imputados. Desatender esta tendencia revela un menosprecio severo por la oralidad en particular y por la calidad de la administración de justicia en general. La administración de justicia requiere presencia, no sólo conexión. No puede significar lo mismo una justicia en pantuflas detrás de una sala de zoom, que jueces, juezas y partes litigando un caso en una sala de audiencia con el público presente.
Estos datos deberían escandalizarnos a todos. Pero más nos debería preocupar que detrás de declamaciones válidas se esconde siempre la resistencia del status quo. Como diría Amitai Etzioni, cuando se invierte la prioridad entre los fines de la organización y sus medios, las organizaciones se convierten en instrumento de una minoría. La genuina preocupación por la independencia judicial, tan en boga en los últimos tiempos, no puede ser ajena a estas discusiones. No caben dudas que la democracia necesita una justicia independiente y una justicia de calidad. La independencia judicial es condición sine qua non para garantizar su legitimidad. Pero no debemos olvidar nunca que, si bien la legitimidad del Poder Judicial se funda en su independencia, se configura como imparcialidad. ¿Qué imparcialidad es posible cuando tenemos jueces decidiendo detrás de las pantallas? Las audiencias orales y públicas son indispensables para mostrarle a la sociedad que la justicia es independiente: sus decisiones se toman a la vista de todos, de cara a la ciudadanía y se fundan a partir de lo que allí se expone, sin arreglos en despachos, sin presiones, sin intereses espurios por detrás.
La baja tasa de oralidad es un problema que se agrava en la medida en que se lo subestima. Medir la hora de juez en audiencia no es un capricho, es una provocación consciente y urgente por mejorar el sistema que pregonamos defender. En algo estamos todos y todas de acuerdo: no hay democracia que resista sin una justicia de calidad. Pero no hay justicia de calidad sin oralidad. Es tiempo que dejemos las declamaciones y empecemos a discutir en serio estos problemas.