Columna de Opinión de Patricia Cóppola para La Voz.
Siempre me sorprende la autopercepción que tienen los juristas cordobeses de sí mismos y de la conformación y el funcionamiento de la Justicia de Córdoba. Autopercepción que se complace en constantes alusiones a las glorias del pasado.
Pienso que el actual pensamiento jurídico cordobés -especialmente el vinculado con el derecho penal, vanguardia por las décadas de 1940 y de 1950, y la voluntad de cambio de los años 1980, que con la democracia recuperada prometía remover los siglos de tradición inquisitorial- ha encontrado un cómodo equilibrio. Y este esconde, bajo formas renovadas, los viejos problemas y defectos de las instituciones judiciales.
La comunidad jurídica cordobesa ha perdido su capacidad de escándalo: el incumplimiento de derechos fundamentales y las injusticias parecen asimilarse como si se tratara de fenómenos naturales.
Córdoba es la provincia que más personas encarcela, el 60% de los presos no tiene condena y los fiscales siguen dictando las prisiones preventivas como si fueran jueces. El sistema no puede procesar correctamente a la cantidad de personas que decide encarcelar.
En un reciente fallo, del 20 de julio de 2020, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado argentino por una sentencia de la Justicia de Córdoba. La Corte considera que la Justicia local violó el derecho fundamental a recurrir un fallo adverso, cuando este es la garantía que tiene toda persona sometida a una investigación y proceso penal.
En Córdoba perviven una Defensa Pública y un Ministerio Público que dependen económica y funcionalmente del Tribunal Superior de Justicia. Es inexplicable que desde marzo de 2019 el Ministerio Público carezca de fiscal General.
Tal vez la explicación sea que el actual funcionamiento a través de dos fiscalías adjuntas resulta funcional a un cómodo esquema de reparto del poder. La Defensa carece de defensor General y de diseño institucional propio y los jueces, por su parte, contribuyen al desarrollo de una cultura organizacional cerrada, con escaso intercambio con el resto de los sectores sociales.
Es cierto y digno de elogio que haya sido Córdoba la que inició la tradición oral y la juradista en el país. La práctica de la oralidad ya fue ampliamente superada por reformas en otras provincias, y, en relación con la tradición juradista, hasta hoy Córdoba no se animó a instalar un modelo de jurado constituido sólo por legos, que muestre confianza en el criterio de decisión de los ciudadanos. Persiste en controlarlos a través de jueces técnicos.
El fuero Anticorrupción, creado en 2003, en 2017 dio cuenta sólo de 60 denuncias, de siete condenados y de un preso. En los últimos tres años, no se conocen avances ni nuevas sentencias.
Es imposible hablar de la Justicia y del pensamiento jurídico cordobés sin referencia a la enseñanza del Derecho impartida por la centenaria Facultad de Derecho de la UNC, la que no ha podido, en general, superar la enseñanza de la dogmática y del trámite. Los Derechos Humanos, la Criminología y la litigación penal no forman parte de la currícula obligatoria; son materias optativas en las que, con un poco de suerte, algún estudiante desprevenido se inscribe en busca de créditos. Así, se forman abogados que enseguida se adaptan a los rituales del sistema.
Resultan casi marginales las voces críticas que se levantan contra la violencia institucional, contra la escasa respuesta real a la violencia de género, contra las dificultades de acceso a la Justicia y contra todo aquello que muchos de los actuales operadores del sistema judicial, abogados litigantes, empleados de oficinas ejecutivas relacionadas con la Justicia, profesores universitarios y gobernantes alguna vez supieron levantar sus voces.
Hoy nos encontramos con una administración de justicia en la provincia de Córdoba poco dispuesta a construir su verdadera fortaleza y a transparentar su diseño y funcionamiento, único modo de desenmascarar a una sociedad de privilegios que necesita renovar sus disfraces para sobrevivir y perpetuarse.
El más efectivo de los disfraces se presenta hoy en los “discursos garantistas de salón”, que repiten eslóganes libertarios en las universidades y en otros ámbitos intelectuales. Sacar el discurso del salón e implementar en serio las garantías no es nada fácil: hay que ser capaces de planteárselo a una sociedad que tiene muy buenas razones para desconfiar del sistema de justicia, que está harta de la inseguridad y que “compra” el insensato discurso represivo lanzado a través de la mayoría de los medios de comunicación.
Si no se instala una estrategia política a través de debates entre sectores comprometidos del ámbito político y académico, dispuesta a llevar a la práctica una real voluntad de cambio, a renovar la promesa democrática de igualdad ante la ley y a pagar su costo desde una perspectiva crítica y militante, la comunidad jurídica cordobesa seguirá durmiendo en los “laureles que supimos conseguir”.
* Profesora de Filosofía del Derecho de la UNC; integrante de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip).