Por Carolina Ahumada* para LaNacion.com
En Argentina, los precedentes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación son de cumplimiento obligatorio, tanto por diseño constitucional como por razones de previsibilidad, igualdad y coherencia del sistema judicial.
Pese a que la Corte ha mostrado en el pasado una postura zigzagueante respecto de la obligatoriedad de sus fallos, a partir del caso Farina (2019) reafirmó el carácter vinculante de sus decisiones y lo ha mantenido desde entonces.
Recientemente, la Corte Suprema dictó el fallo Levinas para corregir, al menos en parte, la anómala coexistencia de una justicia “nacional” y otra “local” con competencia ordinaria en la ciudad. En su decisión, reconoció al Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como el superior tribunal de la causa a los efectos del recurso extraordinario federal en los procesos que tramitan ante la justicia nacional ordinaria de la ciudad.
Este fallo desató una ola de críticas por parte de las cámaras nacionales de apelaciones que sufrieron un recorte a sus poderes y se vieron más cerca del escenario que más temen: el “traspaso” de la justicia nacional a la órbita de la ciudad. Y así comenzó un ataque frontal —pocas veces visto— contra el sistema constitucional de precedentes obligatorios.
A través de vertiginosos fallos plenarios autoconvocados, acordadas reglamentarias y acuerdos generales —que no resuelven ningún punto concreto—, los jueces nacionales han desplegado una serie de acrobacias argumentales para eludir lo inevitable: acatar Levinas. Sin embargo, no invocaron ninguna causal legítima de apartamiento.
Esta actitud inusitada de los camaristas llama especialmente la atención porque la aplicación de los fallos de la Corte es una práctica habitual en la gran mayoría de estos tribunales. Entonces, ¿los fallos de la Corte son obligatorios o no para estos jueces? Las acciones adoptadas contra Levinas revelan que para muchos de estos camaristas el respeto al precedente está sujeto a una condición: sólo se aplicarán los fallos de la Corte en tanto y en cuanto no interfieran con los intereses y privilegios de ciertos sectores judiciales.
Para eludir el fallo de la Corte, echaron mano al sistema de plenarios —cuya finalidad es unificar la jurisprudencia—para negar, precisamente, la existencia de un sistema de jurisprudencia obligatoria. El mensaje es simple, aunque paradójico: los camaristas se rehúsan a cumplir con los fallos de la Corte, pero exigen que los tribunales bajo su jurisdicción acaten los suyos.
Los plenarios se dictaron obviando, sin disimulo, reglas básicas de admisibilidad que exigen la existencia de contradicción previa entre la jurisprudencia de las salas de una cámara. Claramente este no era el caso: la ensordecedora unanimidad que finalmente alcanzaron estos tribunales al dictar estos plenarios pone de manifiesto la ausencia de esa contradicción previa habilitante. No había nada que unificar.
Además, la decisión de dictar estos plenarios en tiempo récord contrasta con las prácticas habituales de estas cámaras, que rara vez se convocan en estas instancias y no muestran mayor preocupación por la multiplicidad de criterios contradictorios que persisten entre sus salas en numerosos temas.
Levinas asestó un golpe directo en los centros hipertróficos de poder de las cámaras nacionales, acostumbradas a decidir los casos como la última autoridad local. La magnitud de la resistencia es prueba de su impacto. No recuerdo un movimiento judicial tan masivo y unánime para cuestionar la jurisprudencia de la Corte.
El alzamiento de estos jueces resulta sorprendente, especialmente por los límites que estuvieron dispuestos a cruzar sin siquiera ruborizarse. En esta empresa, se autoproclamaron como el órgano unificador de la jurisprudencia por encima de la Corte Suprema, negaron el sistema constitucional de precedentes y desafiaron tanto el mandato constitucional que establece la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires como los principios del federalismo en nuestro país.
Estas reacciones exponen el microclima en el que habitan muchos jueces y la profunda distancia entre un mundo judicial repleto de ficciones y artificios, que se repliega sobre sí mismo con el único fin de mantener espacios de poder y privilegios, y la realidad de los ciudadanos que buscan una solución a sus conflictos y esperan coherencia y previsibilidad del sistema de justicia.
Es momento de reconocer y defender el modelo constitucional de precedentes obligatorios, iniciando así un camino hacia la estabilidad y el respeto al orden jurídico que demanda el Estado de Derecho, alejándonos, de una vez por todas, de la arbitrariedad judicial, la inestabilidad jurisprudencial y los abusos de poder.
* Carolina Ahumada es coordinadora del área de Investigación sobre Precedentes del INECIP.