Por Lucas Gilardone*
Estuvimos tan cerca, tuvimos el siglo XXI al alcance de la mano, casi del otro lado de nuestra pantalla, pero no fue suficiente. Tan cerca que uno casi pudo soñar con que sería posible desarraigar nuestra profesión del territorio y ejercerla desde (o en) cualquier lugar del orbe, como sucede con cualquier otra profesión.
Pero no. Cuando quisimos acordarnos teníamos a los vestigios de la inquisición garroneándonos los talones como caniches, complicando el paso, impidiendo el avance, recordándonos que no hay pandemia capaz de detener su sueño orate de congelar el tiempo y la vida en el siglo XIX. La imagen pastoril y bucólica, el autoritarismo que transpira la organización piramidal de las instituciones y el fetichismo del pasado se han impuesto por sobre el presente y el futuro. Urbi, supongo, et orbe (quiero ser justo en mi diatriba que sospecha pretensiones universalistas, pero no es el objetivo de esta pataleta señalar la estupidez comparada).
Voy a explicarme. He vuelto al país a fines de diciembre, justo antes de ese privilegio feudal que apodamos “feria judicial”. Una vez terminado el holgorio estival me dispuse a movilizar causas propias, simplísimas, como los juicios ejecutivos por cobro de honorarios pendientes desde los tiempos de la normalidad. Amigos muy queridos me habían explicado que, durante la pandemia, el Tribunal Superior de Justicia había informatizado buena parte de los trámites que anteriormente se hacían en papel, iniciando un proceso llamado, no sin cierta ironía, “expediente digital”. Se me explicó cómo uno debía cargar en la intranet del Poder Judicial los escritos para cada expediente, para que las autoridades judiciales respondieran en la misma plataforma. Parecíamos haber llegado, que la tercera década del siglo y un evento global disruptivo nos habían acercado al tiempo que vivimos. Pero no.
Se ha mantenido la estructura de trabajo ritualista, alambicada y verticalista, y, por lo tanto, se ha desbaratado una inmensa posibilidad de cambiar el paradigma de trabajo en la justicia civil.
Voy a explicarme de nuevo. En el pasado, uno presentaba sus pedidos mediante un escrito en papel y usando formalidades normalmente superfluas. Firmaba, agregaba su sello (otra redundancia en la época de los procesadores de texto), y ese expediente, con el escrito, sería repartido entre empleados, la mayoría abogados con algunos años de experiencia, para determinar qué correspondía responder. Lo que decidieran era controlado y firmado por el prosecretario, el secretario o el juez, dependiendo de la importancia del asunto. La respuesta tardaba unos tres o cuatro días hábiles, o menos si había alguna urgencia acreditada, o más si era algún tema incómodo para el juez. Luego ese expediente quedaba disponible para las partes. Todo ello, se sabe, deriva conceptualmente de los procedimientos ritualistas, alambicados y verticalistas del proceso de la inquisición.
Estuvimos tan cerca, digo, porque se ha mantenido la estructura de trabajo ritualista, alambicada y verticalista, y, por lo tanto, se ha desbaratado una inmensa posibilidad de cambiar el paradigma de trabajo en la justicia civil. Las herramientas incorporadas, no sin hercúlea resistencia por parte de la corporación judicial y muchos de los abogados de la calle, resultan entonces totalmente estériles para remover la rémora apelmazada del burocratismo insensato. No logran conmover en absoluto la concepción del trabajo judicial, así sea para responder a la más insignificante de las peticiones de un abogado: al recorrer todo el trayecto piramidal “empleado que recoge la petición del sistema informático” – “empleado que “proyecta” la respuesta” – “funcionario que la firma” – “empleado que carga la respuesta en el sistema”, el escrito en cuestión se termina empantanando en la lógica de tranqueras sucesivas que configura la base espiritual de la labor burocrática.
Entonces, por increíble que parezca, se logra la proeza de que responder el escrito más simple requiera MÁS tiempo que antes, cuando se lo hacía en papel. Dejo a salvo, porque siempre hay suspicacias y susceptibilidades, la voluntad de trabajo de la mayoría de los empleados y funcionarios judiciales: mi diatriba no acusa desidias individuales, sino los vicios de un diseño institucional.
Informatizar el proceso, pero manteniendo la metodología de trabajo inquisitiva y manteniendo privilegios injustificables para el Fisco, es como ponerle a un viejo Falcon una pantalla de navegación llena de funciones.
¡Ah, las cédulas de notificación! Es razonable usar una cédula de papel para citar por primera vez a una persona, hasta que pueda ofrecer al juzgado una casilla de correo electrónico para ser notificada. A partir de allí, la notificación electrónica funciona con cierta sensatez. Ahora, por alguna razón el Estado provincial y municipal en Córdoba no admiten ser notificados por vía electrónica, y uno tiene que seguir imprimiendo cédulas como si estuviera en 1987. Esas cédulas serán despachadas por un agente público cuando mejor le pluguiere, demorando entre cuatro y diez días hábiles para diligenciarlas. Notable proeza: se hace más lento un trámite que ya lo era, a pesar de que hay muchas menos cédulas para diligenciar —puesto que ahora sólo se usa el papel para la primera notificación, y para el Estado—.
No es la única de las taras del ancient regime que pervive: para ejecutar una sentencia contra el Estado aún es preciso esperar cuatro meses desde que quede firme la liquidación de los rubros reclamados. Otro privilegio que sólo se justifica para sumas considerables que puedan afectar el funcionamiento estatal, pero no cuando se trata de los magros honorarios de un abogado, regulados en un incidente menor. Sin embargo, esta es una tara que no corresponde a los tribunales, excepto en su titubeo en declarar de oficio una inequidad tan rampante como innecesaria.
En síntesis, informatizar el proceso, pero manteniendo la metodología de trabajo inquisitiva y manteniendo privilegios injustificables para el Fisco, es como ponerle a un viejo Falcon una pantalla de navegación llena de funciones. Parece una adaptación a la modernidad que nos permite fantasear con acceder a datos, configuraciones, procesos que harían nuestro viaje más eficiente y placentero; pero en definitiva seguirá siendo el mismo vehículo vetusto, ineficiente, incómodo, y que nos trae los peores recuerdos. Y más lento que antes.
* Lucas Gilardone es abogado y máster en Derechos Humanos.