INECIP en los medios

Reforma judicial: guía para perplejos

Columna de opinión por Alberto Binder.

15 Mar 2021

El fin del pacto mafioso-menemista es una buena noticia; cómo sigue la historia es un gran problema. ¿Qué viene después de un sistema construido sobre servilletas y operaciones de los servicios de inteligencia? Alberto Binder dice que no estamos atrapados, sino ante una encrucijada. Y traza un mapa de las discusiones más importantes para reformar una justicia que, por fin, cumpla la función de mejorar la calidad de la democracia.

Por Alberto Binder para la Revista Anfibia

Esta nota se dirige a los ciudadanos confusos y desconcertados, que se enfrentan al problema de la reforma judicial como una noticia cotidiana. No es culpa de ellos ni existe una forma fácil de informarse: los abogados y especialistas tampoco sabemos ya muy bien de qué se trata, y nuestra dirigencia política nos ha llevado a un duelo de consignas permanentes y frases hechas. Trataré de elaborar una guía que nos permita comprender, distinguiendo los problemas de fondo y los de coyuntura, que no están estrictamente conectados. Como veremos, estamos discutiendo dos cuestiones al mismo tiempo, muy distintas entre sí, aunque usemos las mismas palabras para ambas. Quiero que sepan los lectores que el tema es mucho más importante de lo que parece. Veamos primero las cuestiones de fondo.

La administración de justicia se ha convertido en un nuevo espacio de lucha política. 

¿Esto es bueno o malo? Creo que es una buena noticia. La democracia moderna se caracteriza por su complejidad. Si, además, queremos una democracia igualitaria, inclusiva, intercultural e intergeneracional se torna mucho más compleja aún. Eso significa que existen muchos intereses en pugna permanente. El paso de una sociedad pensada desde un orden estamental (y patriarcal), en la que cada uno ocupa un lugar preasignado, al de una sociedad donde no exista tal orden, nos obliga a generar un sistema muy amplio de gestión de los conflictos; algo muy distinto a imponer el orden, propio de las antiguas concepciones. Los métodos de gestión de esos conflictos deben ser muy variados y pocos son los que debieran ir hacia ese nuevo espacio político que llamamos “administración de justicia”. Si, por el contrario, el sistema económico no promueve la igualdad, ni la inclusión, ni se preocupa por los intereses de las generaciones futuras (pensemos en el modelo extractivista); si el sistema cultural todavía oprime la diversidad cultural, y la dirigencia política se autonomiza de la representación eficaz de intereses sociales, para tener un proyecto propio o gerenciar sólo a alguno de ellos, entonces tendremos una sociedad con muchos conflictos -lo que en sí mismo no es malo- y con muy poca capacidad de gestionarlos, lo que sí es negativo, porque nos conduce al abuso de poder y la violencia cotidiana. Todo esto impacta en la cuestión judicial y nos obliga a hablar de “reforma” en un sentido muy profundo.

Cuando se produce esta situación, muchos conflictos van irremediablemente hacia el mundo judicial, porque esos intereses están jurídicamente protegidos, es decir, se convierten en derechos. Y quien tiene un derecho puede ir a la justicia para reclamar que sea cumplido. Quiero que respeten mis derechos a un trabajo digno y bien remunerado, a la posibilidad real de contar con un sistema de salud o de seguridad para la vejez o a un acceso real e igualitario a la educación, o a respirar aire limpio y que no envenenen las aguas. O a protestar, o a tener tierras o a tener siempre abierta la oportunidad de conseguir trabajo. En tiempos pasados nada de esto era un derecho, pero ahora sí lo es. Todavía algunos sostienen que no son derechos porque no existe un sujeto obligado por ellos, pero eso es falso: toda la comunidad se ha obligado a cumplirlos a través del Estado, que es el instrumento comunitario por excelencia. Alguien dirá: ¡Qué irresponsables hemos sido al poner todos estos derechos en la Constitución cuando, en realidad, no estábamos dispuestos a reconocerlos realmente! Muchos dirigentes apostaron a la retórica, pero volvió a ocurrir lo que alguna vez señaló Marx, la misma burguesía puso en manos, ahora de todos los ciudadanos, herramientas que se volverán poco a poco contra la sociedad elitista y patriarcal. Estas tensiones no van a desaparecer en el corto plazo y son agravadas por la existencia de un Estado deficiente, burocrático y fofo, que hoy es más el refugio laboral de un sector de la clase media, antes que el instrumento de construcción real de la verdadera democracia. Lo más extraño es que los mismos sectores que creemos en el Estado hemos dejado que el discurso de la eficiencia del Estado -un clásico tema del socialismo- sea hoy enarbolado por la derecha conservadora y, a veces, neoliberal. Urge reconstruir un pensamiento exigente y riguroso sobre la gestión estatal, que provenga de los sectores políticos comprometidos con las cuatro íes de la democracia.

Ni los operadores de la administración de justicia ni la dirigencia política están a la altura de esta nueva dimensión política de lo judicial. Unos porque son poco profesionales, gozan de la indolencia de los privilegios, son timoratos y prefieren el actual estado de cosas, donde en lugar de tener que enfrentar decisiones difíciles, ascienden en base al mercado de favores. La dirigencia política porque puede evitar problemas, asegurarse el nulo control y evadir todas las condiciones de una verdadera representación. A mediados de los noventa (los jueces de la servilleta) el menemismo selló un pacto con la justicia federal en nombre de la gran mayoría de las elites político-empresariales, que estuvo vigente hasta hace muy poco.

Mejor dicho, recién se está desmoronando, y eso tiene desorientados a empresarios (arrepentidos o no) y dirigentes políticos -de diverso pelaje-. El pacto mafioso-menemista tenía un componente letal: la utilización de los servicios de inteligencia para la “gestión” de lo judicial. Ya sabemos lo que le pasó a Gustavo Béliz por denunciar ese pacto, cómo se desorbitó cuando Stiuso rompió todas las cadenas, y llegó a su límite cuando el gobierno de la “renovación institucional” (Macri) demostró que sabía utilizar el submundo con la misma eficacia que los demás.

Ilustración Alina Najlis 

El actual gobierno hizo (por virtud o necesidad) lo único que restaba hacer: cerrar las puertas del infierno con la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia y la prohibición de que sus agentes participaran en temas judiciales. Pero de inmediato nació un problema: ¿Cómo se maneja ahora la justicia federal? O dicho desde el lado de muchos jueces federales: ¿Con quién tengo que hablar ahora? Interrogantes urgentes mientras decenas de altos funcionarios y empresarios están atrapados en las redes de la justicia penal. Dicho de un modo un poco brutal: para esos sectores, lo único nuevo en la crisis judicial es el fin del modo mafioso de gestión de los temas judiciales, pergeñado en la época menemista. Un sistema al servicio de uno de los peores males de nuestra democracia: el financiamiento ilegal de la política con base en negocios ilegales o amañados. ¿Esto es una buena o una mala noticia? El fin del pacto es una buena noticia; cómo sigue la historia desde aquí es un gran problema. Debe quedar claro, pues, que la cuestión judicial significa dos cosas muy distintas: una, cómo la arreglamos para que cumpla su función en una democracia de mayor calidad; la otra, cómo la “manejamos” desde un pacto nuevo, similar, pero distinto al viejo pacto menemista. Las mismas palabras para dos perspectivas profundamente antagónicas.

Esto explica, a mi juicio, por qué se habla tanto de la reforma judicial y no se hace nada. Todos usamos el lenguaje de la reforma judicial, pero estamos hablando de algo diametralmente diferente. Por eso no se avanza. Porque ni están dadas las condiciones para renovar el pacto (o la dirigencia política no sabe por ahora cómo hacerlo) y no se quiere avanzar en reformas de fondo, que harán más difícil ese pacto en el futuro. ¿Estamos atrapados? No, estamos ante una encrucijada. Y es conveniente comenzar a tener un mapa más claro de las discusiones, para que no nos vendan gato por liebre.

El escenario que planteo se manifiesta en varios temas cruciales. El primero, la Corte Suprema de Justicia. El segundo, la Procuración. El tercero, el Consejo de la Magistratura. El cuarto, la justicia penal. La Corte Suprema ha jugado desde décadas este juego perverso. Lo hace de una manera muy sutil: se llena ella misma de casos, para luego poder elegir cuáles y cuándo se ocupa de ellos. El mecanismo de arbitrariedad no está siendo solucionado por la Corte: está en el interior de ella misma, en su modo de manejar la “intensidad” de los casos y de mandar mensajes por fuera de la resolución del caso mismo. Del mismo modo se llenó de decisiones administrativas que no le corresponden para poder “dialogar” con las tribus judiciales y su sistema de administración de prebendas.

En la Procuración General se juega si nos tomaremos en serio la investigación de narcotráfico, corrupción, trata de personas, delitos ambientales, violencia institucional.

El Consejo de la Magistratura administra los nombramientos, base del “diálogo” con estas tribus, las asociaciones de magistrados, la dimensión “académica” de todo este sistema y los colegios de abogados. En lugar de asegurar la independencia judicial, reglamenta la cultura de los favores, base de la complicidad judicial o de la complicidad del silencio que tanto se ha extendido, desgraciadamente, aún entre gente honesta y preocupada.

Finalmente, la justicia penal, que es la que garantiza la impunidad de los delitos de los poderosos o permite que la política se embarre en el vaivén de denuncias para luego pactar.

Volvamos al inicio. Allí se explica por qué los ciudadanos necesitamos una profunda reforma judicial. La lucha por la ampliación de derechos, el control y la transparencia del poder, la investigación del financiamiento ilegal de la política, el acceso a la información; tomarse en serio el programa constitucional, plagado de derechos que no podemos exigir. Hoy la administración de justicia no nos permite pelear por esos derechos porque los ahoga en sus laberintos, en sus papeles, en su lenguaje superficial y fatuo, porque otorga y promete impunidad a los poderosos. Por todo eso, necesitamos hablar de la reforma judicial si queremos una democracia en serio. Y, al mismo tiempo, no podemos dejar que la “reforma judicial” se convierta en la renovación del viejo pacto mafioso.

 

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