Por Patricia Coppola*

No hace falta ser jurista ni politóloga para advertir lo que está pasando en nuestro país. En nuestras ciudades, barrios, calles, oficinas públicas, percibimos un clima de incertidumbre y desesperanza.

La justicia argentina arrastra desde hace décadas enormes problemas: selectividad, lentitud, burocracia, centralismo y corporativismo judicial, entre otros. Pero, actualmente, a los problemas crónicos, se suma una variable diferente y peligrosa: el desmantelamiento deliberado del Estado. Desmantelamiento que potencia y retroalimenta la desprotección de los derechos de los grupos vulnerables. Además de la población de bajos recursos identificamos como grupos vulnerables, entre otros, a niñas, niños y adolescentes, mujeres, personas con discapacidad, adultos mayores, migrantes y refugiados, personas LGBTI, las comunidades indígenas, las minorías culturales, la población carcelaria, víctimas de violencia y los pequeños comerciantes.

La falta de acceso a la justicia perpetúa la situación de vulnerabilidad ya que la desprotección de los derechos de estos sectores les impide ser beneficiados por los servicios públicos básicos como vivienda, salud o educación y no poseen tampoco herramientas para su defensa.

Romper este círculo vicioso solamente es posible mediante la actividad estatal. De lo contrario, estamos frente a la denegación de la justicia por parte del Estado. La actividad estatal debería orientarse a proporcionar el mayor grado de tutela al menor costo posible. No se trata únicamente de jueces, expedientes o mecanismos de investigación: también debemos impulsar la desjudicialización del sistema, abandonar la cultura del litigio y diversificar las formas de resolución de conflictos. La actuación fuera del marco de los tribunales abarca diversos mecanismos: mediación, negociación, conciliación, arbitraje tradicional, nuevo arbitraje, evaluación previa, expertos neutrales, justicia comunitaria, defensor del pueblo, y todas las instancias que no implican la intervención de un tribunal.

Para garantizar el acceso a la justicia es imprescindible que el Estado intervenga de manera firme, no sólo coordinando la gestión de los recursos judiciales existentes, sino también ampliando la cobertura a través del robustecimiento de la defensa penal pública, la justicia municipal y tribunales vecinales, justicia de paz, casas de justicia, jueces itinerantes y servicio jurídico gratuito. En paralelo, resulta fundamental dotar de mayor respaldo a la justicia no estatal y a las prácticas comunitarias: justicia indígena, mecanismos de justicia restaurativa, empoderamiento de las comunidades, métodos alternativos de resolución de conflictos, abogados pro- bono, entre otros.

En definitiva, una política seria de acceso a la justicia implica tomar en consideración tres espacios diferentes que deben funcionar de manera simultánea: un espacio de orientación e información; un espacio no judicial de tratamiento y resolución de conflictos en el territorio; y una esfera judicial de patrocinio jurídico gratuito.
Es evidente que la retirada del Estado afecta estos tres espacios. No es novedad que en una sociedad donde la justicia se deniega, crece la violencia de la mano de la desconfianza en las instituciones democráticas.

Como si la justicia sólo se refiriera a las grandes causas, escándalos de corrupción o peleas políticas. A la mayoría de las personas le preocupan otras cosas: la mujer víctima necesita ser protegida; las familias necesitan poder pagar el alquiler; los enfermos necesitan medicamentos; los conflictos vecinales necesitan resolverse sin violencia. Esa necesidad de justicia cercana es la primera que sufre los embates de la retirada del estado.

En lugar de avanzar hacia una justicia más cercana, eficiente y democrática, se promueve una idea de Estado que abandona a los más vulnerables y deja a la justicia penal como única herramienta de intervención. Frente a la protesta social, la respuesta es la amenaza de represión; y frente a la pobreza, se habla de “mafias” y “delincuentes”. El derecho penal, como siempre, llega tarde, cuando la violencia ya estalló. Estamos ante un uso regresivo del sistema de justicia, convirtiéndolo en un mero instrumento punitivo del poder político.

Una justicia democrática es aquella que previene, escucha y construye soluciones pacíficas. La que gestiona los conflictos antes de que se conviertan en tragedias. Una justicia democrática exige recursos, presencia territorial y compromiso estatal.

Contrariamente, estamos siendo testigos de un proceso de retirada estatal que no sólo posterga las reformas judiciales, sino que debilita aún más los pocos mecanismos de acceso a la justicia que teníamos. Se reemplaza la gestión democrática de los conflictos por una creciente respuesta penal utilizándola como herramienta de control social en lugar de resolver los problemas reales de la gente.

Hoy asistimos a la ruptura del vínculo entre el sistema de justicia y la ciudadanía. Esta ruptura deja a la sociedad librada a la ley del más fuerte. Sin presupuesto, sin planificación, y sin cercanía territorial, la justicia se convierte en una estructura residual, incapaz de resolver conflictos y proteger derechos, dejando espacio al autoritarismo y a la violencia social.

 

* Patricia Coppola es integrante de la Junta Directiva del INECIP.