Por Ileana Arduino*
Desde el pronunciamiento del fallo Góngora en el 2013 por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, posición que el Tribunal Superior de Córdoba ya había asumido incluso antes, se ha establecido como criterio dominante la idea de que aplicar respuestas distintas al castigo en el proceso penal, como la suspensión del proceso a prueba – consistente básicamente en suspender el proceso a cuenta del cumplimiento de ciertas reglas de conducta y una reparación ofrecida a la víctima- no responde adecuadamente a las exigencias de tutela judicial efectiva conforme lo establecido en el artículo 7 de la Convención de Belém Do Pará.
Quienes critican el uso de respuestas diversas, lo hacen muchas veces con razones atendibles, basadas en un uso burlón de esas herramientas como cuando se imponen reglas de conducta ínfimas y desconectadas del conflicto, críticas que apuntan a su implementación burocrática y/o a la falta total de control. De allí sostienen que sólo la conclusión en juicio oral de los casos provee una respuesta adecuada, sin asumir el número marginal de casos que habitualmente llegan a ese momento del proceso.
Y aunque pudiéramos fantasear con que esa tendencia estructural se revierta (no hay una sola jurisdicción de todo el país que pueda mostrar una cantidad de juicios acorde a la cantidad de acusaciones que se formalizan, no hay espacio aquí para exponer todos los datos), aún restaría responder ante el hecho, muy frecuente, de que existen personas reales que no demandan juicios penales. Cuando los casos se abordan como conflictos reales y no como trámites burocráticos, no es poco frecuente enterarse que las víctimas demanden reconocimiento de los hechos y la reparación de los daños, más no necesariamente a la imposición de una pena privativa de la libertad, cuando no su explícito rechazo.
De otro lado, tampoco se trata de romantizar las respuestas distintas al juicio, que no son ni para todos los casos, ni satisfacen las expectativas de respuesta de todas las víctimas. Tampoco puede defenderse la utilización de respuestas diversificadas sin atender el uso malversado que se hace de ellas, como ocurre cuando son empleadas como instrumentos para volver a subestimar la importancia de estos hechos, insistiendo con consideraciones abstractas como la dogmática de la bagatela, o al usarlas como puro mecanismo de descongestión de la carga de trabajo, o lo que es lo mismo, sacarse el caso de encima.
En todo caso, ni la promesa de juicios que nunca llegan, ni la reivindicación de respuestas que los sistemas no están preparados para gestionar, ayudan a superar el problema, que sigue siendo la falta de respuestas adecuadas.
Cuando la supuesta respuesta aparece por el lado de las prohibiciones absolutas, como ocurre cuando la víctima no es siquiera escuchada “por su propio bien”, se imposibilita aún más el equilibrio entre protección y autonomía y, no hay quien pudiera afirmar que la imposición en nombre de la protección, haya sido eficaz, veamos sino alrededor. Por otro lado, cuando las respuestas diversas se aplican con criterios de gestión de carga de trabajo y sin conexión con el conflicto y su dinámica, confundiendo su gravedad con la escala penal prevista en abstracto, la autonomía es instrumentada y la efectividad de la tutela podría no estar siendo garantizada.
Para comenzar a romper estas falsas dicotomías es bueno pensar en términos de los problemas que hay que resolver, o dicho de otro modo, qué derechos hay que garantizar: a. escucha efectiva, es imposible saber qué respuesta es eficaz sin conocer el conflicto, su dinámica y las expectativas b. acompañamiento informado; asegurar protección, pero también reconocer a las personas victimizadas el derecho a ser partícipes protagónicas de los procesos en que debe responderse por las violencias que denuncian y c. asumir la relevancia de la reparación integral como criterio rector de toda intervención estatal ante conflictos.
En síntesis, urge romper la falsa relación entre eficacia y castigo. Las posiciones críticas del derecho penal no deben confundirse con una subestimación de la violencia, sino todo lo contrario: señalar los problemas que acarrea la opción preferente por lo punitivo nace de una preocupación concreta ante la falta de respuestas eficaces. Además, debemos abandonar la tentación universalizante de hablar, en nuestras intervenciones y en la ley, en nombre de aquellas personas a quienes nos proponemos proteger. La propuesta es someter a revisión las herramientas, también las jurisprudenciales que conforme cambian las circunstancias y los escenarios, pueden volverse limitadoras, incluso cuando antes hayan podido percibirse como útiles.
Quizás en su momento la prohibición de salidas como la suspensión del proceso a prueba en situaciones de violencia de género fue un mecanismo cuyo aporte fue sacudir el escenario, dar cuenta de la persistente desatención que estaban teniendo estos casos. Reenfocar la atención de problemas concretos que persisten podría ser un primer paso.
* Ileana Arduino es coordinadora del Grupo de Trabajo de Feminismos y Justicia Penal del INECIP.