Por Patricia Coppola*

Los discursos desde una supuesta superioridad moral y biológica construyen enemigos y justifican la violencia y la represión. Esta lógica en el contexto político argentino actual opera decarnadamente. Urge que la Justicia recupere su independencia, transparencia y legitimidad y ejerza su función esencial: sostener el Estado de derecho y prevenir la vulneración masiva de derechos.

Para transformar al vecino en un enemigo, lo primero que se requiere es considerarse superior moral y biológicamente al otro. Creernos que nadie defiende como uno (y los que son como uno) los “valores de la sociedad”, que nadie defiende la libertad y la democracia como nosotros. Una vez convencidos de nuestra estatura moral, resulta relativamente sencillo convertir en enemigo a nuestro vecino, lo que nos autoriza a maltratarlo sin remordimientos, porque claramente se lo merece.

Producir sufrimiento a gran escala responde siempre a la misma lógica. La Inquisición persiguió a las “brujas” por considerarlas una amenaza al orden político, religioso y moral de la época: no eran vistas como personas, sino como encarnaciones del mal que debían ser eliminadas. El nazismo construyó a los judíos como el enemigo absoluto, una supuesta amenaza moral, económica y biológica a la “pureza racial” alemana. En América, la conquista asesinó y despojó a los pueblos originarios, justificando el exterminio en una supuesta superioridad moral y biológica: los despojados fueron convertidos en vagos, delincuentes y no-humanos.

Todos los genocidios comparten esta misma matriz: identificar a un grupo como inferior y peligroso para legitimar la violencia y el exterminio. En la dictadura cívico-militar argentina, el enemigo fue la “subversión”, y en el actual genocidio contra el pueblo palestino en la Franja de Gaza se diluye la distinción entre combatientes y civiles, justificando la violencia masiva en nombre de la defensa nacional.

No hay villanos sin héroes, de ese dualismo se compone la narrativa clásica que leemos y vemos en el cine y la televisión desde siempre. Por cierto, nosotros somos los héroes. Los villanos que consumíamos de niños eran los salvajes de las películas del far west y aplaudíamos a rabiar festejando la increíble puntería John Wayne y de los soldados de uniforme azul cuando los indios, a los gritos, caían de sus caballos como moscas.

Si bien esta lógica no representa “nada nuevo bajo el sol”, hoy en nuestro país, a más de 40 años de democracia, se presenta más descarnada. Desde el poder se convierte en enemigo a todo aquel que alza la voz contra las medidas del gobierno y a las víctimas en victimarios. El discurso punitivista es escandaloso, azuza desde las tribunas políticas y desde la prensa cómplice a un sector de la población que está listo para convertirse en salvador de la patria. Esta vez, en lugar de aplaudir a los indios asesinados, se reclama cárcel a mansalva y se justifica la represión callejera en nombre del orden del que se tiene derecho a disfrutar, por ser ciudadanos que exhiben una calidad moral intachable.

Esta narrativa piensa al mundo compuesto, por un lado, de una sarta de villanos inmorales, ladrones y desviados y, por el otro, de héroes que enarbolan valores impolutos que les otorga autoridad para arremeter contra los otros y convierten la inseguridad en un espectáculo mediático.

Estas reflexiones requieren un comentario adicional: ¿qué nos diferencia a los que denostamos los discursos de odio y las políticas represivas de los “creadores de enemigos”? ¿Es que, acaso, cuando nos indignamos contra ellos nos creemos moralmente superiores? La respuesta a estos interrogantes la encontramos en los límites que imponen las teorías morales que se encuentran en los fundamentos de los derechos humanos. Todas ellas, ya sean de corte iusnaturalista, liberal o intercultural, comparten una restricción relevante: no autorizan a producir daño a terceros. Aunque estemos convencidos que nos asiste la razón, ello no nos habilita a destruir a quienes consideramos los equivocados. El respeto por la persona del adversario, de su dignidad, no es negociable. En ese sentido, debemos estar atentos y vigilar nuestros propios discursos.

En este contexto, donde el Poder Ejecutivo desborda los límites institucionales básicos del Estado de derecho, el Poder Judicial, como tantas veces, no está a la altura de las circunstancias. Si bien nuestra Justicia fue concebida para un sistema no democrático, desde el INECIP y los sectores comprometidos con la democracia seguiremos exigiendo que asuma su verdadero rol: defender la Constitución, garantizar la igualdad ante la ley y proteger los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, especialmente de aquellos que se encuentran en situación de vulnerabilidad. No se trata solo de abandonar la administración de privilegios, sino de convertirse en un verdadero freno frente a los abusos del Ejecutivo y frente a discursos que construyen “enemigos” internos para justificar la represión. Solo recuperando su independencia, transparencia y legitimidad, la Justicia podrá dejar de ser cómplice o instrumento de prácticas autoritarias y ejercer su función esencial: sostener el Estado de derecho y prevenir la vulneración masiva de derechos.

Es indispensable que den señales, es indispensable que aparezca “algo nuevo bajo el sol”.

* Patricia Coppola es integrante de la Junta Directiva del INECIP.