Argentina no ha podido todavía abordar la violencia de género como un problema social y estructural, dando respuestas de ese tipo. En este marco, es necesario aplicar medidas efectivas de cuidados, atendiendo la complejidad que cada caso presenta.

Por Carolina Mauri*

La violencia contra las mujeres y las personas sexo-genéricas disidentes, por razones de género, es estructural y se enmarca en un contexto social, económico, político y cultural determinado. Por eso, tanto las políticas que para su control y erradicación se diseñen, como las intervenciones concretas, en casos particulares, deberían necesariamente impactar en dicho contexto, en el que la violencia se produce y reproduce.

En otras palabras, a las demandas estructurales solo caben respuestas estructurales; y si la prevención y la erradicación de la violencia por razones de género es una demanda estructural, entonces también las respuestas deberían serlo.

Aquella afirmación a esta altura ya parece un cliché, y las convenciones y los organismos internacionales hacen referencia específicamente a la obligación de los Estados “(…) de aplicar medidas preventivas adecuadas para abordar las causas subyacentes de la violencia por razón de género contra la mujer, en particular las actitudes patriarcales, los estereotipos, la desigualdad en la familia y el incumplimiento o la denegación de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de la mujer, y de promover el empoderamiento, la capacidad de acción y las opiniones de las mujeres”. Sin embargo, en nuestro país seguimos entrampadxs frente a la violencia de género, entre las respuestas criminalizadoras o punitivas –que traen consigo el diseño de políticas para prevenir y erradicar la violencia por razones de género, centradas en respuestas individuales y no estructurales–; la aplicación de teorías de corte netamente individualistas, para comprender e intervenir frente a la violencia de género, en casos concretos; y la preeminencia del  pánico y el riesgo, por sobre la idea de cuidado. Todo lo cual impide llevar adelante los cambios estructurales que se necesitan.

La trampa punitivista

Más allá de los títulos rimbombantes que suelen tener las normas y los programas o planes –nacionales o provinciales–, y de las muchas comisiones o mesas interinstitucionales, que se crean cada año para analizarlos, aplicarlos, evaluarlos, y modificarlos, las políticas que hoy efectivamente se formulan en post del control y la erradicación de la violencia de género no tienen impacto alguno en la estructura y el contexto social, económico, político y cultural, en que la violencia se produce y  reproduce.

En gran parte esto obedece a la colonización que el pensamiento punitivista ha tenido sobre el análisis y la resolución de los problemas sociales, en general. Esto ha llevado a su simplificación, a partir de comprenderlos como un conjunto de problemas particulares en los que necesariamente siempre puede identificarse a un único responsable, ante la manifestación del problema, y sobre quien, por lo tanto debe recaer una sanción estatal. Según este modo de entender los conflictos sociales, si a corto y mediano plazo, todos los responsables individuales fueran sancionados, a largo plazo el problema general seguramente desaparecería.

En materia de violencia de género, este razonamiento se traduce de la siguiente manera: si cada varón que ejerce violencia contra una mujer o una persona sexo-genérica disidente, recibe una sanción –que hoy puede ser la cárcel, la obligación de realizar un tratamiento psicológico, o la de participar en un grupo para la desaprensión de conductas violentas–, en el largo plazo, la violencia de género, como problema social, desaparecerá. Si esto no es pensamiento mágico, ¿qué es?

Cuando se piensan soluciones de este tipo (individuales y punitivas) para uno de los problemas sociales más graves que tenemos, lo que se está haciendo es dejar de pensarlo como tal para redefinirlo en los mismos términos que la solución punitiva (como un problema –individual– entre dos, víctima y victimario), dejando por fuera el contexto social, político y cultural.

Las políticas que hoy efectivamente se formulan en post del control y la erradicación de la violencia de género no tienen impacto alguno en la estructura y el contexto social, económico, político y cultural.

En este sentido, Tamar Pitch indica que la respuesta criminalizadora –que es rígida, sin gradaciones, ni enfoques cognoscitivos flexibles y elaborados–, transfiere dichas características al problema. Así, para que un problema pueda ser criminalizado debe ser previamente definido con precisión y rigidez. La criminalización selecciona una situación y la construye como una relación entre dos categorías de sujetos, víctimas y culpables, definiendo los criterios para identificar a cada uno. Construir la situación como una relación entre víctimas y culpables, además de implicar una simplificación cognitiva del problema también implica su reducción política. Así, de un asunto de política social, económica, médica se convierte en un asunto de justicia penal.

Esta simplificación de la violencia de género se observa no sólo en la formulación de las políticas públicas, sino también en las intervenciones concretas, ya sean judiciales o psicosociales: se dramatiza el conflicto social para caracterizarlo como una relación asimétrica de víctima(s) y victimarios(s), con las caracterizaciones que a cada una se asigna, en términos de agredidx/agresor, sumisx/violento, buenxs/malos, amigxs/enemigos. Como dijimos, esto impide que la violencia por razones de género sea tratada como un problema social y estructural, que requiere respuestas sociales y estructurales.

El círculo de la violencia

Además de que las respuestas punitivas hoy son centrales a la hora de pensar y diseñar políticas para hacer frente a la violencia de género, quienes trabajan interviniendo en situaciones o casos concretos siguen caracterizándola, en el marco de relaciones sexo-afectivas, casi exclusivamente bajo el modelo teórico desarrollado por Leonor Walker en 1979, conocido como “círculo de la violencia”.

Este modo de analizar y caracterizar la violencia de género excluye explícitamente la idea de que esta forma de violencia es un problema o asunto social o estructural, en tanto se la conceptualiza explícitamente como un problema de dos (víctima y victimario). Dicho modelo teórico, desarrollado en el marco de una sociedad individualista –como es la estadounidense–, a partir del análisis de la experiencia de mujeres blancas, pertenecientes a la clase media y media alta, deja de lado por completo el contexto –socioeconómico, familiar, político y cultural– en el que la violencia se expresa o manifiesta.

Según este modelo, la mujer carga en gran parte con la responsabilidad de “salir” de ese círculo. Pongo comillas porque hoy es habitual escuchar hablar del círculo de la violencia como una realidad ontológica, en el que las mujeres “caen” y del que pueden “salir”, y no como un modelo teórico. Si bien el círculo de la violencia puede usarse en algunos contextos para explicar la violencia dentro de la pareja sexo-afectiva, posee una mirada individualista sobre un problema estructural, que impide la búsqueda de soluciones estructurales.

Riesgo y miedo versus cuidados

La última trampa que impide un abordaje de la violencia de género como un problema complejo, social, político, económico y cultural ante los casos individuales en los que la violencia se manifiesta, es el miedo por parte de quienes, en el Estado, operan cotidianamente en dichas situaciones, frente a la imprevisibilidad de los riesgos, y la falta de marcos de protección que puedan neutralizarlos efectivamente.

Este miedo o pánico de lxs operadorxs estatales cuando toman contacto con situaciones de violencia de género, en los que las mujeres y las personas sexo-genéricas disidentes requieren efectivamente ser protegidas, corre del centro a la víctima, e impide que las decisiones que se toman pongan al cuidado por sobre el riesgo.

Este miedo o pánico de lxs operadorxs estatales corre del centro a la víctima, e impide que las decisiones que se toman pongan al cuidado por sobre el riesgo.

Así, la actuación de lxs operadorxs estatalxs debería consistir en el diseño de medidas efectivas de cuidados, teniendo en especial consideración la complejidad que cada caso presenta, tanto en lo personal, lo relacional como lo contextual, para definir acciones al respecto. Sin embargo, se limita a la remisión de informes, de un organismo a otro, en los que se simplifica dicha complejidad a ciertos aspectos relacionales e individuales, sin tener en cuenta en absoluto el contexto social, y poniendo por sobre todo el riesgo y no el cuidado.

Pensar la violencia de género desde una perspectiva del cuidado cambiaría drásticamente la manera en que se piensan los riesgos a los que las mujeres y las personas sexo-genéricas disidentes efectivamente están expuestas, y permitiría que estos fuesen gestionados sin dramatismos ni sobreactuaciones tan perjudiciales para aquellxs.

 

* Carolina Mauri es abogada y fiscal a cargo de la Unidad Fiscal de Violencia de Género de Neuquén.