Por Lucas Crisafulli

El 10 de diciembre se cumplieron 40 años ininterrumpidos de democracia. En 40 años ha habido gobiernos radicales heterodoxos, peronistas ortodoxos, radicales ortodoxos, peronistas heterodoxos y de centro derecha.

Cada uno de esos gobiernos actuó y pensó distinto en relación al rol del Estado y su intervención (o no) en el mercado. Sin embargo, existió a fuerza de mucho esfuerzo colectivo un consenso (uno de los pocos): dentro de la democracia todo, fuera, nada. Ese consenso tiene su contracara, el repudio más absoluto a la dictadura cívico militar que se encuentra plasmado en la expresión “Nunca más”.

Desde el retorno de la democracia no nos habíamos encontrado con una opción política con chances de acceder a la presidencia que minimiza la violencia de la dictadura, reivindica a personas condenadas por delitos de lesa humanidad y utilizara métodos totalitarios para convencer que lo voten.

Hay un autor fascinante que nos ayuda a pensar estas complejidades. Se trata de Raphael Lemkin, un jurista polaco de origen judío nacido en 1901 en la ciudad de Bailystok, que vivió su juventud afectado por las matanzas masivas que el Partido Ittihad de los Jóvenes Turcos había realizado en contra de armenios, sirios y griegos. Esta vivencia lo llevó a crear y teorizar un concepto que caracterizó a buena parte de los crímenes de masa del siglo XX: el genocidio.

¿Qué es para Lemkin un genocidio? El término se compone de las palabras griega genos que significa origen común de una tribu o un clan y el sufijo latino cidium, que significa aniquilamiento o matanza. En el famoso libro El dominio del Eje en la Europa ocupada, Lemkin dice: “El genocidio tiene dos etapas: una, la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición del patrón nacional del grupo opresor”.

Lo que define al genocidio no es la cantidad de asesinados sino la práctica de destruir una identidad para imponer otras haciendo uso del aniquilamiento.

Para Lemkin, en un genocidio la matanza no es el fin sino el medio para disciplinar al conjunto de la sociedad. Es decir, el aniquilamiento masivo es el medio que se utiliza para desparramar terror. Como dice Daniel Feierentein, los verdaderos destinatarios de los genocidios no son los muertos – que terminan siendo un medio – sino los vivos. El genocidio busca transformar la identidad de un pueblo eliminando a todos sus miembros o a un número significativo para transformar la identidad de los sobrevivientes. El objetivo del genocidio es la destrucción de la identidad de los oprimidos para lograr imponer la identidad del opresor. Para Lemkin, el genocidio debería comprenderse más bien como un plan coordinado de diferentes acciones cuyo objetivo es la destrucción de las bases esenciales de la vida de grupos de ciudadanos.

¿Qué identidad destruyó la dictadura argentina? ¿Qué identidad impuso? La violencia aplicada durante la dictadura por el Estado intentó destruir una nueva forma de vinculación popular basadas en la solidaridad que surgió en América Latina con Lázaro Cárdenas en México, Getulio Vargas en Brasil, Salvador Allende en Chile, José María Velasco Ibarra en Ecuador, Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón en Argentina. La respuesta a la pregunta de cómo fue posible que durante los años ‘90 se aplicaran las políticas neoliberales de desguace del Estado y desprotección de la población frente a una sociedad que otrora generaba grandes resistencias a las políticas en contra de sus intereses, debe buscarse en cómo la violencia genocida destruyó las relaciones de empatía, solidaridad y cooperación y las reemplazó por lógicas de competencia, meritocracia y delación.

Lemkin jamás se concentra en la cantidad de personas que deben morir para que la matanza se considere un genocidio, pues el riesgo es terminar legitimando o minimizando el número inmediatamente anterior. Lo que define al genocidio no es la cantidad de asesinados sino la práctica de destruir una identidad para imponer otras haciendo uso del aniquilamiento.

Decir que en Argentina existió un genocidio implica al menos tres cuestiones. En primer lugar, es más correcto en términos históricos que hablar de una guerra o una batalla, tal como lo dijo Emilio Massera durante el juicio a las Juntas y Javier Milei durante el debate presidencial. La decisión estatal de llevar adelante el aniquilamiento de personas es previa a la aparición de organizaciones revolucionarias. Cuando se producen los fusilamientos de José León Suárez o las detenciones de los llamados presos Conintes por hacer huelga no existían todavía en Argentina organizaciones revolucionarias que tuvieran a la violencia armada como parte de sus prácticas.

En segundo lugar, el objetivo principal de la violencia represiva no fue aniquilar a las organizaciones revolucionarias – aunque lo hayan logrado-,  sino destruir un modo de relación social y militancia política que se  había construido en las décadas de los ‘40 y ‘50. Por último, en un genocidio no existen dos campanas. No existe la versión nazi de la Shoá ni “campana” turca del exterminio a los armenios. El concepto de genocidio permite desterrar la falsa idea de los dos demonios.

Comprender que en Argentina hubo un genocidio implica saber que más allá de los desaparecidos hay toda una población que fue víctima de una forma brutal de imponer el terror con el objetivo de disciplinar a todo el cuerpo social.

El valor central de la categoría genocidio para estudiar las prácticas de la última dictadura cívico militar radica en que nos ayuda a comprender que la discusión no es numérica. La cantidad de desaparecidos es una cifra siempre abierta a nuevas investigaciones y militancias que abren sentidos a una violencia estatal tan pero tan brutal que todavía realizamos esfuerzos teóricos para comprenderla e impugnarla. Por ejemplo, la militancia del colectivo de la diversidad/disidencia sexo-genérica nos viene a enseñar que hubo cuatrocientas personas víctimas directas de la dictadura por su orientación sexual o identidad de género. De allí el número 30.400. Ninguno de esos cuatrocientos figura en el informe de la CONADEP. De hecho, en ninguna parte del libro se menciona la palabra trans-travesti, gays, lesbiana o bisexual.

Comprender que en Argentina hubo un genocidio implica saber que más allá de los desaparecidos hay toda una población que fue víctima de una forma brutal de imponer el terror con el objetivo de disciplinar a todo el cuerpo social. La finalidad fue cambiar las relaciones de solidaridad y sustituirlas por las de competencia. Mientras mayor fuera el vínculo de solidaridad mayor fue el nivel de violencia que el Estado  utilizó para romperlo, aunque eso implicara la desaparición de personas, fusilamientos, torturas, abusos sexuales o robo de bebés recién nacidos.

La ciudadanía apolítica es un triunfo de una identidad impuesta por el genocidio. El “por algo será” y el “sálvese quien pueda” son la expresión del analfabeto político, como decía Bertolt Brecht, el peor analfabeto. Esto, entre otros aspectos, explica a quienes votan a su propio verdugo.

Pero también están quienes continúan intentando la solidaridad y las formas de construcción colectiva en el que todos los seres humanos son personas y, por lo tanto, titulares de derechos humanos. Por fortuna están quienes siguen creyendo que los derechos brotan de las necesidades y de lucha de los pueblos.

* Lucas Crisafulli es abogado y docente.

Foto portada: Agencia Paco Urondo