Por Lyllan Silvana Luque* y Alicia Beltramone**

La criminología se ha construido como un saber disciplinar ligado a la gestión de la criminalidad, entendida como aquellos actos más graves y horrorosos que pueden ser realizados por la humanidad. La palabra crimen representa, en el imaginario social, hechos contra la vida, la integridad, la libertad sexual de las personas. De allí el derecho penal moderno obtiene su legitimación discursiva para la protección de estos “bienes” y la criminología se ha ligado tradicionalmente al derecho penal y su “catálogo” de crímenes. Por ello, parece que en esa enumeración de acciones contenidas en los códigos penales, se encontrarían las conductas dañosas más importantes para una sociedad.

Sin embargo, por lo menos en nuestros territorios, y  tal como funcionan nuestros sistemas penales, el DP no solo que no protege esos “bienes”, sino que se ocupa de dirigir la violencia estatal hacia conductas que socialmente producen inseguridad subjetiva (delitos callejeros, delitos contra la propiedad, por ejemplo), que lejos están de representar hoy los perjuicios sociales más importantes. En este contexto, la construcción de las criminologías han sido parte de la ideología legitimadora del orden social, cultural, de género y económico en muchas de sus vertientes. Por ello, no es de extrañar que las posiciones más críticas de unas formas de orden social, no hayan sido impulsadas – cuando no silenciadas- por el discurso dominante. Éste ha impuesto a los saberes (entre ellos a la criminología) la necesidad de  posicionarse como una “ciencia”, con sus pretensiones de objetividad,  neutralidad y progreso.

Un ejemplo es nuestro genocidio silenciado, la autoproclamada “Campaña del Desierto”: un plan de exterminio de los pueblos originarios liderado por el gobierno argentino y financiado por la Sociedad Rural, con el objetivo de “reclamar” tierras para dividir entre la oligarquía agroexportadora, desesperada por complacer a los insaciables compradores de materia prima. Todo esto mientras el perito Moreno juntaba los cráneos de cuanto indio muerto encontraba, con el fin de coleccionarlos, estudiarlos, y llegar a la conclusión, medición de hueso por aquí y medición de hueso por allá, de que eran inferiores a los blancos, salvajes, y que todo estaba justificado bajo la bandera del “progreso”.

En la consolidación de la economía-mundo, era fundamental dejar en claro quiénes pertenecían al Estado Nacional y quiénes no (a menos, claro, que fueran utilizados como personal de servicio de la oligarquía porteña). Sólo teniendo en cuenta esta relación entre los poderosos y la ciencia podemos entender que la criminología haya estado tan ciega como para no prever el desencadenamiento de las grandes tragedias del siglo XX.

Ni siquiera autores como Edwin Sutherland o Howard Becker, cuyas obras se destacan por haber producido un “quiebre” en la materia, han podido salir totalmente de este esquema. Esta limitación epistemológica de la criminología y su relación con el DP, ya había sido advertida por autores como Aniyar de Castro o Bergalli en la década de los 80.

En el pasado, el avance del colonialismo y su ímpetu “civilizatorio”, silenciaron los daños y las víctimas que produjeron. Actualmente, el avance del neoliberalismo, el debilitamiento de los Estados nacionales y el avance de las “leyes de mercado” vienen acumulando la producción de daños a una escala nunca antes vista: guerras de agresión, ecocidios, genocidios, niveles de exclusión social y restricción a derechos humanos básicos que afectan el futuro de generaciones. Frente a ello, se postula desde el “nuevo orden social” un populismo punitivo que sigue teniendo por objeto a las tradicionales clases peligrosas, mientras las regulaciones estatales no penales incentivan las ganancias de grandes empresas y mercados financieros.

En este sentido, hoy el mercado (siempre ayudado por el Estado, aún cuando dice estar ausente) es presentado con características mesiánicas, como el encargado de llevar al pueblo a su tierra prometida. Por eso, no podemos volver a repetir los errores del pasado construyendo marcos teóricos dispuestos a justificar los horrores más grandes en pos de la eficiencia (mercantil) y la razón (de los poderosos). Siguiendo a Iñaki Rivera Beiras, “(e)l progreso no ha podido evitar la catástrofe; es más, el progreso se ha edificado sobre cadáveres y sobre ruinas en su marcha imparable, el progreso se ha hecho en gran parte gracias al empleo de la violencia”.

Es por ello que la criminología no debe continuar ignorando acontecimientos como el crecimiento del desempleo, la profundización de la desigualdad, la tala indiscriminada, la tortura, la desnutrición, el calentamiento global, los discursos de odio, el rol de los medios de comunicación y las fake news, los movimientos y consecuencias que generan los mercados financieros, entre otros.

La criminología del daño social propone ampliar (que no es lo mismo que reemplazar) el objeto de estudio de la disciplina, investigando no solamente las causas y consecuencias de las conductas tipificadas como delictivas, sino también otras con la aptitud suficiente para generar daño social. Esto no significa ir en contra del principio de legalidad, ya que esta corriente no busca potenciar el poder punitivo, sino llamar la atención ante los discursos aparentemente neutrales de la materia y exponer la ciencia como lo que es: producto de una relación de poder.

No obstante, estos planteos teóricos deben ser acompañados por planes de acción de política criminal que también reduzcan el daño social, y si el Estado no está dispuesto a implementarlos, entonces la criminología debe aportar a disputar la hegemonía política y académica. Sin embargo, es preciso llamar la atención en este punto. La criminología nunca ha sido un fin en sí misma, y eso es lo que la hace tan importante, pero a su vez tan peligrosa. La labor del criminólogo tiende traducirse en una práctica concreta, y, como ya hemos comentado, no han sido pocas las matanzas, persecuciones y encarcelamientos masivos que contaron con el apoyo de una teoría dispuesta a “demostrar” que hay un “nosotros” y hay un “otro” que debe ser, en el mejor de los casos, excluido. Es por ello que la “mala conciencia del buen criminólogo” debe estar siempre presente y los derechos humanos deben constituir el principio y la medida de los saberes y las prácticas.

Estas ideas deberían resonar con especial fuerza en Latinoamérica, donde los genocidios han quedado impunes a lo largo de todo el continente, y donde se produce la mayor cantidad de asesinatos a defensores ambientales que tratan de alertar sobre el saqueo de los bienes naturales en el mundo. Vivimos en la región más desigual del planeta, y nos encontramos en un contexto político que no tiene miedo en admitir que quiere profundizar la brecha. Hoy más que nunca, es momento de ejercitar la memoria, desentrañar el entramado que nubla nuestra vista y apuntar la mirada hacia los fenómenos que realmente nos sacuden.

 

*Lyllan Silvana Luque es abogada (Universidad Nacional de Córdoba, UNC) especialista en Criminología (Universidad Nacional del Litoral). Además, es profesora de la Cátedra de Criminología y de Derecho Penal I, ambas de la Facultad de Derecho de la UNC. Docente en la Carrera Interinstitucional de Especialización en Derecho Penal en el marco de la asignatura Criminología, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, secretaría de Posgrado, UNC. Asesora de la Procuración Penitenciaria de la Nación y de la Procuración Penitenciaria de la Nación, Delegación Córdoba.

** Alicia Beltramone es estudiante de grado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC); becaria de pregrado del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (CIJS); ayudante alumna de las materias Derecho Penal I, Derecho Penal II y Criminología. Investigadora en formación en proyectos de SeCyT y FORMAR, dependientes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC.