Por Nicolás Cocca*
Viernes 8 de noviembre de 2024, localidad de Jesús María, provincia de Córdoba. Cena con colegas que estudian y ejercen lo que comúnmente se denomina “Derecho”. Es la noche previa a las ya clásicas jornadas de Derecho Constitucional que los meses de noviembre de cada año irrumpen en la enorme y colonial casa de fines de siglo diecinueve, erigida en la esquina céntrica más concurrida del pueblo. Entre platos rebalsados de carbohidratos y vinos de cuerpo indescifrable, la conversación aterriza en una trama peculiar, anclada en una pregunta:
¿Qué caso judicial fue el que marcó más profundamente nuestras biografías profesionales?
El abogado litigante -graduado hace 16 años y, desde entonces, en ejercicio de la profesión- respondió al instante, con la seguridad de alguien que sabe lo que se siente cuando una historia sencilla y desdichada perfora, como una puñalada, las despersonalizadas carátulas de los expedientes judiciales:
La época del corralito, afirmó, mientras el resto aún pensaba la respuesta.
Bastaron esas cuatro palabras para que las personas que rodeaban la elegante mesa de madera marrón claro supiesen de qué hablaba y fueran teletransportadas a la cruel y explosiva crisis política, económica y social que sufrió Argentina en diciembre de 2001.
¿Cómo que hace tanto no hablas con ella? ¿Y por qué no la llamas?
Sábado 1 de diciembre de 2001. Francisca está parada junto a la amplia mesada que cubre la cocina de su departamento -donado por Francisca a un hogar para personas con “discapacidades intelectuales y físicas graves”- ubicado en barrio Alberdi, centro de la ciudad de Córdoba. El único momento en el que su cara no está prolijamente maquillada es cuando duerme. Pequeña, encogida y de fina vestimenta, su pelo brillante y platinado -minuciosamente moldeado por su peluquera todas las semanas- nunca tapa sus ojos marrones, siempre rodeados por un grueso camino negro de pintura.
Unta con manteca y paciencia la última tapa de pan lactal que llevará al viaje de fin de semana junto a su compañero y tercer esposo, quien morirá al tiempo y la hará viuda por tercera vez. Mientras deja caer algo de sal sobre los tomates, la voz que dispara la radio comunica su condena:
“El ministro de economía Domingo Felipe Cavallo, como parte de las políticas llevadas adelante por el presidente Dr. Fernando De la Rúa, anunció por cadena nacional una importante medida que limita el retiro de dinero en efectivo de los ahorristas en los bancos”. Era el preludio de un desastre de dimensiones inenarrables. De esta manera se ponía en marcha el “corralito” financiero dispuesto por el gobierno argentino, atrapando ahorros y sueños. Los pocos dólares que Francisca había juntado durante buena parte de su vida permanecerían encerrados en la Banca Nazionale del Lavoro.
Casi un año después, pero en barrio Marqués de Sobremonte -ubicado al norte provincial- el joven recientemente egresado de la escuela secundaria piensa y duda: periodismo deportivo, turismo y hotelería o abogacía. La respuesta fue la más fácil.
En abril de 2002 Francisca decidió iniciar una acción de amparo en contra del Estado Nacional y de la Banca Nazionale del Lavoro, para que le devuelvan lo que era suyo. Su historia era la de tantos y la desesperación le perforaba los huesos. Si bien nunca pasó hambre, recuerda esos años como los peores de su vida: no sabíamos qué hacer ni a quién recurrir. Todos los días nos moríamos un poco.
Cuatro años después, el ya no tan joven futuro abogado se encontraba cursando el cuarto año de facultad, cuando se incorporó al estudio jurídico que tramitaba el caso de Francisca. Entre 2002 y 2010 -sí, los tribunales federales de Córdoba tardaron ese tiempo en devolverle lo que era suyo, sin ningún tipo de compensación por el “préstamo” gratuito llevado a cabo- ambos construyeron un vínculo muy especial que nació luego de un consejo médico: su abogado notó que Francisca caminaba siempre inclinada hacia su izquierda y por el mismo lado de la vereda. La llevó con un especialista en vértigo, quien luego de un par de maniobras propias de un exorcismo karateka, acomodó sus otolitos. Los mareos, la inclinación y la ruta peatonal obligada desaparecieron para siempre.
Conversaciones sin rumbo preciso ni línea de llegada en el departamento de barrio Alberdi, lomitos de molleja en el parque Sarmiento y caminatas alrededor del juzgado federal, era el mar que conectaba dos puertos separados por cincuenta años. Quien hablaba era siempre ella, disparando palabras como una ametralladora llena de flores. Y de frutas podridas. Desde su dura infancia en General Deheza hasta las ganas de amar en la vejez, el arco narrativo de Francisca no parecía dejar tópicos sin abordar.
Por motivos sin respuesta a la vista, la última vez que hablaron fue en el año 2018. Hasta ese momento lo hacían, aproximadamente, cada dos meses. Sus teléfonos (celular y fijo) se conectaban durante no menos de 20 minutos para contar sus vidas. Por ese entonces Francisca se arrastraba hacia los 90 años y la inclinación de su esqueleto era, esta vez, hacia adelante. Estaba lúcida como pocas y habladora como ninguna.
El juicio ya era un mal trago que no valía la pena recordar. Una experiencia angustiante que, sin embargo, parió un vínculo imperecedero. En línea con su segundo nombre que siempre ocultó porque, para su diminuto cuerpo, le era muy pesado: Perpetua.
Luego de aquel año nadie llamó y el maridaje que los anudaba era un hilo cada vez más delgado y vacilante. Con sus escasos conocimientos en biología, él sabía que las chances eran remotas. Intentaba y aprendía -luego aceptaba, resignado- a lidiar con esa puerta entornada. La prefería y ¿la evitaba?
11 de noviembre de 2024. Todavía no intentó comunicarse con ella. Según recuerda, tenía una sola hija, de quien jamás tuvo el teléfono y a quien nunca vio. Seguía inclinándose, como Francisca antes de ver al doctor, siempre para el mismo lado: hacia esa orilla vital repleta de remembranzas, de la que no quería zarpar aún sabiendo que el agua que besaba esa arena era ahora un mar borrascoso que devoraba, con una mordida feroz, rastros y certezas.
El 6 de diciembre de 2024 a las 11:36 hs decidió llamarla y sucedió algo inusual para la época: la línea estaba ocupada. ¿Estaría hablando con alguien o funcionaría allí alguna dependencia del hogar al que había donado la propiedad?
11:40 hs. Ocupado. Lo mismo entre las 11:45 y las 19 hs. Para cerrar el círculo, decidió -con el tórax agitado a cuestas- acudir personalmente y caminar las ocho cuadras que lo separaban del departamento de calle Caseros. El lugar estaba intacto, como si no hubiesen pasado más que un par de semanas: un portón de rejas negras bien conservado bloqueaba el paso hacia el angosto y extenso pasillo interno, tapado de baldosas rayadas y amarillentas. La pared del lado derecho, ubicada al frente de la puerta de entrada de cada uno de los diez departamentos, aún tenía el tono ocre amarronado que recordaba, gastado seguramente por obra del agua y del sol. Luego, la medianera estaba completamente tapada por una enredadera boscosa de hojas de un verdor terrible. Del lado izquierdo, las fachadas de las viviendas reposaban idénticas como fichas de dominó: estilo colonial que combinaba faroles, ventanas curvas, rejas en bucle sobre cada vidrio, ladrillo visto y tejas. En el botón número dos del portero eléctrico todavía estaba la pequeña chapa con su apellido y el de su segundo marido. Nunca usaba el suyo sin más, siempre agregaba el de su compañero. Nadie respondió los llamados.
Disculpa, te hago una pregunta: ¿sabes si en ese departamento sigue viviendo una señora grande de nombre Francisca?, interrogó con su dedo índice señalando la puerta, ubicada a unos 2 metros de la entrada.
La mujer, que intentaba colocar su llave en el departamento contiguo mientras un remolino de chicos -aparentemente recién llegados del colegio- la rodeaba, respondió que el departamento estaba vacío hacía ya tiempo, al menos desde que ella estaba.
Justo en el momento que aceptaba la anunciada derrota y giraba sobre su eje para regresar, llegó el sodero del barrio: tocó timbre y, luego de anunciarse, abrió las rejas detrás del pitido: ¿Querés pasar?, dijo a la pasada, como si supiese que alguien estaba allí cazando recuerdos y recolectando pedacitos de alguna historia inconclusa.
Casi sin expectativa, golpeó con su puño apretado la envejecida puerta gris, que parecía -a tono con la escena- a punto de quebrarse. Sus ojos pudieron asomarse entre los pequeñísimos huecos que la tela blanca tejida a crochet dejaba ver. No había dudas: la vivienda estaba deshabitada, completamente vacía. El estado de conservación de las paredes internas contrastaba -por su mal aspecto- con el resto del inmueble: probablemente anhelaban las suaves caricias que Francisca les concedía con su mano izquierda, cuando revoloteaba por los pasillos regando sus plantas o se trasladaba de aquí para allá preparando todo para que la cena con su abogado y amigo fuera perfecta.
Esta historia, como tantas, late detrás de expedientes que aún duermen en los tribunales de nuestro país. Aparecen allí donde el Estado sólo ve casos. Irrumpen como ojos pintados que esperan años para encontrar una mirada atenta, una escucha paciente. Y es una semblanza sin remate ni final, porque a veces la vida es más soportable arrojando un manojo de incertidumbres al mar.
*Nicolás Cocca es magíster en Antropología (FFyH-Universidad Nacional de Córdoba, UNC), abogado (UNC) y doctorando en Derecho y Ciencias Sociales (FD-UNC). Ejerce la profesión de manera independiente y es profesor de grado y posgrado. Además, es investigador y participa en diversos proyectos académicos sobre derecho y antropología. Es integrante de la Red Federal de Periodismo Judicial. Le gusta escuchar historias y luego contarlas. Contacto: coccanicolas@gmail.com