* Por Patricia Coppola

En el país de Nomeacuerdo
doy tres pasitos y me pierdo

Un pasito para allí
no recuerdo si lo di.
Un pasito para allá,
ay, qué miedo que me da.

Un pasito para atrás,
y no doy ninguno más
porque ya, ya me olvidé
dónde puse el otro pie.

“El país del Nomeacuerdo”. María Elena Walsh.

 

El arte, para contar, mostrar y entender la historia profunda de los pueblos, es un recurso extraordinario. Los artistas, a través de la literatura, la poesía, la pintura, la música y demás, la pensaron, la sintieron, interpretaron y plasmaron en sus obras, mejor que cualquier tratado académico.

Desde la literatura, Roberto Arlt supo sintetizar, como nadie, el desencanto de las clases medias urbanas argentinas de los años 20 y 30. Sus personajes, imposibilitados de cumplir sus sueños, desfilan por su obra como por la de Borges los compadritos. Roberto Arlt apunta al patriarcado y al capitalismo. Tal vez nadie lo entendió tan bien como el Astrólogo de “Los siete locos” (1929): sus más entusiastas y peores profecías se cumplieron. “El jorobadito” (1933) fue casi un ensayo feminista, en tiempos en que en la Argentina había muy pocas feministas, pero no estaba fuera de época ya que había habido dos olas de lucha organizada de mujeres. Arlt coloca a las mujeres como “un verdadero tormento de los hombres”.

Resulta posible también contar la historia de nuestro país desde entrados los años 40 hasta comienzos del Siglo XXI a través de la obra de María Elena Walsh. Desde que comenzó a escribir en 1945 fue una transgresora. Hace más de cinco décadas hablaba de los derechos de las mujeres, del trabajo doméstico y se indignaba con los abortos clandestinos. En 1976 escribió el poema “Eva”: “(…) Tener agallas para gritar basta, aunque nos amordacen los cañones (…)”  y muchas de sus canciones se volvieron símbolo de la lucha por la recuperación de la democracia: “Como la cigarra”, “Canción de cuna para un gobernante”, “Oración a la Justicia” o “Canción de Caminantes”. En “Sábana y mantel” (1977), en plena dictadura, con enorme sutileza, María Elena Walsh denunciaba lo que todavía nos falta después de más de 40 años de democracia: que cada argentino y argentina pueda tender un mantel en su mesa para comer y una sábana para cubrirse en su cama.

Entre mediados de la década del 40 y al menos hasta 1956, la mayoría de los artistas e intelectuales argentinos miraban al primer gobierno de Perón con una mezcla de rechazo y temor.

Julio Cortázar nunca en su obra hizo una alusión directa al peronismo. En “Casa tomada” (1946) algunos interpretan que reflejó la sensación de invasión que producían las masas simpatizantes de Perón a una buena parte de la clase media argentina. El propio Cortázar en una entrevista para la televisión española (1977) dice que es una lectura posible del texto, pero no la propia, aunque tal vez, admite, él haya tenido esa sensación que se tradujo en una pesadilla que dio origen al cuento.

Parafraseando al Quijote, cuándo no, así definió alguna vez Borges a Perón: “En 1946 subió al poder un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme”. Borges habla de Perón como el Juan Manuel de Rosas del siglo XX. Leer a Borges, sin perdonarlo, es honrar su extraordinario talento.

Hace poco más de un siglo, allá por 1922, durante el gobierno de Hipólito Irigoyen, se produjo la huelga de los peones rurales en Santa Cruz, Patagonia argentina, y se le encomendó al coronel Héctor Benigno Varela ponerle freno.  Fueron más de 1000 los peones asesinados al sur del sur de la patria. Osvaldo Bayer relata ese episodio en Los vengadores de la Patagonia trágica (1972). Héctor Olivera llevó al cine La Patagonia rebelde (1974), donde se relata, con el guión del propio Bayer, la masacre ocurrida durante la huelga.

“Cuarteles de invierno” de Osvaldo Soriano (escrita en Bélgica entre 1977 y 1979) ofrece una metáfora de lo que pasaba en la última dictadura cívico militar. Los personajes, un boxeador olvidado y un cantor de tangos en decadencia, son el reflejo de la tragedia de la época. El malo de la novela, según el propio Soriano, está inspirado en un personaje que años después, por el 89, fue funcionario de Antonio Bussi en Tucumán.

Terminando este año 2024, a vuelo de pájaro, especialmente Osvaldo Bayer y Julio Cortázar me asaltan de nuevo la memoria, no por casualidad, a la hora de convocar a la esperanza.

En 1963, mientras Los Beatles sacaban su primer disco y el mundo inauguraba oficialmente los años 60, se publica “Rayuela” de Cortázar, con su modo de retratar las más irreverentes emociones. En el Capítulo 71, Morelli, tal vez algo así como el alter ego del escritor, reflexiona sobre el arte, sobre realidad y ficción, sobre la vida y, nostálgico, se orienta hacia paraísos perdidos. Es en ese marco donde nos dice que “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”.

Hace un tiempo, cuando Bayer ya tenía más de 80 años, alguien le preguntó qué no había hecho a lo largo de su vida, a lo que contestó: “En el país de las espigas de oro, como lo nombrara Rubén Darío, no he podido ver una Argentina sin excluidos, una democracia igualitaria como la que se proclamara allá por 1813”.  Pero a su vez, le gustaba recordarnos que los argentinos no solamente somos hijos de la violencia, el racismo y la crueldad sino de aquellos revolucionarios de 1810, como Belgrano, Castelli y Moreno, que soñaron y pelearon por una patria de hermanos libres e iguales.

En el país del Nomeacuerdo, elijo recordar y convocar a argentinos y argentinas que les dan sentido a nuestras batallas perdidas.

*Patricia Coppola es integrante de la Junta Directiva del INECIP.