Por Guillermo Nicora*
Hay un cierto sentido común que la opinión pública (o publicada) ha construido alrededor de la cárcel, que en realidad es un sinsentido. Por ejemplo, si preguntáramos a cien personas al azar cuál es la razón para encarcelar a alguien, es probable que la respuesta “para castigarlo por lo que hizo” se lleve un muy alto número de menciones. Sin embargo, hace más de un siglo y medio, nuestra Constitución, en el artículo 18, dice que la cárcel NO es para castigo. Otras razones sin razón probablemente sean “para sacarlo de circulación”, “para que se arrepienta” o “para pagar su deuda con la sociedad”.
La Convención Americana de Derechos Humanos, que forma parte de nuestra Constitución desde 1994, dice sin vueltas: “las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados” (CADH., 5.6). Igual o más claro es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (con la misma jerarquía constitucional), que exige que el régimen penitenciario consista en “un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y readaptación social de los penados”. Es decir, no encarcelamos para encerrar y nada más, ni para hacer sufrir, ni para hacer reflexionar, ni para devolver dolor con dolor. Cuando el Estado encarcela a un ciudadano como respuesta a un delito que cometió, ese encierro tiene obligatoriamente una finalidad superior, que es devolverlo a la sociedad en condiciones de volver a jugar, pero esta vez, siguiendo las reglas del juego.
Todo esto tiene bastante sentido, pero no lo advertimos tan fácil. Veámoslo así: después de varios intentos fallidos por conseguir trabajos “normales”, Juan termina dedicándose a “mechear” botellas de Fernet de los autoservicios de barrio porque algún “empresario” se las recibe a cambio de unas chirolas (él a su vez tiene una red de comerciantes que le compran sin factura). Todos felices, menos los dueños de los autoservicios, involuntarios “proveedores” de Juan.
Y por supuesto, tampoco Juan, que cada vez que es descubierto, pasa días, semanas o meses preso, además de la tunda que cada tanto algunas personas deciden propinarle “para que aprenda”. Cada vez, Juan tarda más en recuperar la libertad, y en consecuencia, va sumando “know how tumbero”. Ya aprendió que las zapatillas, o a la visita hay que defenderlas peleando, ya sabe fabricar “facas” y “lanzas” de las que (cada vez más) depende para sobrevivir en los calabozos y pabellones.
¿Cuánto va a tardar Juan en aplicar esos nuevos “saberes” adquiridos durante el encierro a su vida (o sobrevida) “de afuera”? Cuando tenga un adecuado nivel de violencia incorporado a su vida (recordamos que empezó a ser encarcelado por delitos no violentos), le resultará natural pasar a las modalidades delictivas más redituables, como los asaltos callejeros, las entraderas, la venta y distribución de drogas, las bandas, el sicariato.
¿Se beneficia en algo la seguridad pública y la paz social encerrando delincuentes no violentos en lugares donde lo único que aprenden es a ser violentos? Sin dudas que no. El problema de la inseguridad y la violencia se agrava con esas formas de respuesta penal que consisten en encerrar personas sólo para tenerlas encerradas. Y esto, y no otra cosa, es lo que hace el Estado cuando hace cumplir las penas en calabozos de comisarías. Sin servicios de salud física ni mental, sin escuelas, sin talleres, sin instalaciones deportivas. En muchos casos, sin un pedazo de suelo para que cada preso se pueda acostar, ni un patio donde salir a ver el cielo.
Recientemente (como todos los años desde el primer informe del 2002), el Ministerio de Justicia de la Nación publicó el informe 2023 del Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena (SNEEP). Del total de personas encerradas en nuestro país al 31 de diciembre de 2003, que ascendió a 125.041 (récord absoluto en la historia argentina), 13.074 (10,45%) estaba en una comisaría u otra dependencia policial. En un lugar que no es una cárcel, sino una mera jaula.
En lugar de reconocer esta situación como una grave emergencia, los responsables (en primer lugar, los jueces que ordenan todas y cada una de las detenciones en esas condiciones, pero también los gobiernos nacional y provinciales) miran para otro lado. Cuando se denuncia y visibiliza la situación, como está haciendo el INECIP con la campaña “No más presos en comisarías”, responden denunciando “finalidades políticas” (y sí, cada preso es político, ya lo sabemos).O anuncian fastuosas inversiones en nuevos y más grandes depósitos de presos, como las alcaidías pensadas para tres o cuatro días, y que encierran personas durante meses o años. O (de una forma más obscena, si cabe) prometen transformar las viejas y sobrepobladas cárceles del país en depósitos de crueldad sin nada parecido a tratamiento, soñando con desvaríos autoritarios de países hermanos que dejaron que las cosas llegaran demasiado lejos.
Fotografía difundida por el Gobierno de El Salvador
Que así no sea.
*Guillermo Nicora es integrante de la Junta Directiva del INECIP y director del programa de Cárceles y Política Penitenciaria.